La esencia del proceso compositivo de Gioachino Rossini se puede sintetizar en una sola palabra: idealización. No es una novedad: cada proyecto artístico está basado en la exigencia de sublimar la realidad transformando en absolutos universales experiencias y sentimientos de la vida individual.
Pero es la obstinación con la que se persigue el abandono del sentido común lo que hace de la dramaturgia rossiniana algo absolutamente incomparable con las otras formas de teatro musical. En Rossini el ansia de sustraerse a los condicionamientos de la realidad va más allá de la abstracción y llega a rozar el absurdo. En este proceso maníaco de dar la vuelta al común sentir se esconde aquella componente de locura, de folie organisé, como escribió Stendhal, que deja una sombra de misterio sobre los finales de sus dramas, insertos entre lo sublime de la poesía y el desencanto de una ironía salpicada de sarcasmo. Cualquiera que sea la historia que se disponga a contar, seria o cómica, Rossini no escatima recursos para sustraerla a la lógica de lo cotidiano y situarla en una otra parte perceptible con la antena de la fantasía y de la imaginación antes que con los mecanismos de la razón.
Sólo Rossini consigue crear historias de amor creíbles evitando las citas obligadas de la seducción y del diálogo. Valga para todos la lección de Il Barbiere di Siviglia: Rosina y Almaviva no se encuentran nunca solos en el transcurso de la ópera, y no tienen por tanto la posibilidad de madurar el recorrido dialéctico y cognoscitivo que va de la turbación del primer encuentro a una decisión matrimonial que corona una historia plagada de contratiempos y dificultades; pero todo ello acontece sin transmitir al público la más mínima duda sobre la legitimidad de la operación, sin disminuir la tensión del divertimento y de la participación. Sólo Rossini llega a conmover con duetos de indiscutible carga erótica, como aquél bellísimo entre Elena y Uberto en el primer acto de La Donna del Lago, donde el objeto de deseo es distinto para los dos protagonistas. El hecho de que Elena encienda la pasión de Uberto con acentos dirigidos al ausente Malcolm representa un juego erótico inquietante que no deja indiferente. La perversión deviene eficaz cuando se cubre con un manto de inocencia y virtud, tal y como dejará claro de modo paradigmático el celestial terceto conclusivo de Le Comte Ory.
El inventario de utensilios del oficio incluye cuanto de más sofisticado pueda imaginarse. Antes que nada la elección de una vocalita esencialmente artificial, basada en células melódicas anodinas, virtuosamente elaboradas, típicas del vocabulario instrumental, que no comportan el natural abandono al placer del canto. Para hacerse expresivo, el canto rossiniano necesita de la colaboración transfiguradora del intérprete que le insufle luz, vida, imágenes que salgan de los meandros del cerebro y lleguen a las pulsiones del corazón.
El intérprete capaz de transformar este canto abstracto en fuente de emociones significantes conquista el derecho a simbolizar y a transmitir los grandes y nobles sentimientos: el virtuoso de la vocalita se convierte automáticamente en la expresión ejemplar de la Virtud, de la Realeza, del Heroísmo, del Amor sublime. Sólo el cantante soberbio, capaz de modular colores innumerables, realizar acrobacias inauditas, plegar la voz a claroscuros que simulan los matices del ánimo, está en condiciones de dominar y dar sentido a historias que se apoyan en metáforas abstractas y vagas.
Es justo, por lo tanto, que la tipología vocal del intérprete no deba responder a criterios gobernados por la lógica de la verosimilitud. Si el vencedor, el héroe, el elegido debe sorprender por la calidad de su cantar, es natural que sea seleccionado donde existen las mejores condiciones para asegurar la esperada maravilla. En otro tiempo la elección caía sobre el castrato, voz dúctil y potente, natural a la vez que artificial, ni completamente masculina ni completamente femenina, y por eso evocadora de la mítica figura del hermafrodita. Privado de esta posibilidad, Rossini encontró en la voz femenina de contralto el sustituto más convincente: en primer lugar porque a la contralto le está consentida una acrobacia virtuosa, amplia y robusta; además porque la condición no natural del disfraz impuesto por los roles facilita aquel proceso de alejamiento de la verdad tan querido por él.
A esta vocalita se une la adopción de un vocabulario instrumental personalísimo, basado en pequeñas células fuertemente caracterizadas rítmica y dinámicamente, si bien no tan significativas respecto a la expresión. El lenguaje de la música, ya se sabe, es por naturaleza abstracto y asemántico: el de Rossini lo es más que cualquier otro justamente por el escaso valor expresivo de temas melódicos secos y breves que no toleran desarrollo, y que viene sustituido por la pura y simple repetición o la concatenación de nuevos apuntes temáticos. Ningún otro autor aplica sistemáticamente el aparente absurdo de recurrir a palabras idénticas, usadas con igual desenvoltura y eficacia, para acompañar los estados opuestos de alegría y dolor. Se explica así la perfecta funcionalidad de pasajes como aquel del Aureliano in Palmira que, nacido de situaciones trágicas y trasladado a Il Barbiere di Siviglia, se acaba convirtiendo en prototipo de pasaje jocoso. En una perspectiva más amplia esto explica por qué noventa minutos de música (atención: no un tema, ni una página, ni un aria, ni un dueto) pasen, sin que se modifique una nota o un instrumento, de una ópera italiana –Il viaggio a Reims– a una ópera francesa, Le Comte Ory, y ello adaptándose tan bien a cada contexto como para que se pueda considerar a ambas entre las obras maestras de su autor. En el paso de la una a la otra la partitura musical va cayendo primero para ser luego remontada, determinando cadencias y sucesiones inéditas según elecciones preestablecidas por nuevos libretistas más que por el compositor mismo.
Determinantes son, desde luego, las páginas nuevas, compuestas por Rossini para unir y completar las partes desprovistas de cobertura musical. Queda en todo caso el hecho extraordinario de que ni al director de orquesta, ni al de escena, ni al cantante, ni al espectador atento de una de estas óperas les sucede jamás irse con el pensamiento a la otra, ni encontrar sugerencias paralelas o confundir los significados de la representación. Además se añade que para muchos comentaristas no faltos de experiencia el cambio de colocación ha supuesto directamente una mutación sustancial de piel, hasta el punto de que en Le Comte Ory es reconocible una vena de inspiración francesa que no aparecía en Il viaggio a Reims. En efecto, en la transmigración al Ory la clave estilística de la dramaturgia musical ha sufrido un cambio radical. En Il viaggio a Reims la comicidad sigue la tendencia que Rossini, empujado por una incontenible vocación dramática, había perseguido con Il Barbiere y La Cenerentola, una tendencia a alejarse del comique absolu, cultivado en las farsas iniciales y que desembocaría en la obra maestra del género L‘italiana in Argeri, para acercarse al comique significatif, mezcla de buffo y de serio.
Il viaggio a Reims viene por lo tanto adscrito al género de la ópera semiseria. Le Comte Ory, por el contrario, retorna con decisión al comique absolu, el primer modo natural de expresarse del joven Rossini: una abstracción emancipada de toda prudencia que sólo se consiente al genio visionario. En Le Comte Ory el juego es llevado al límite de construir y conducir el discurso dramático no sobre aquello que acontece en escena, sino sobre aquello que se imagina que podría acontecer. El mecanismo ilusorio del disfraz, ampliamente utilizado, no implica tan sólo los hábitos, barbas postizas o lugares exóticos: se transfiere en el inconsciente para sugerir desenlaces distintos del que aparece en escena, de modo que la verdadera naturaleza de los comportamientos, los motivos que los determinan, escapan a la valoración inmediata del observador. El disfraz se convierte así en el instrumento principal de la ambigüedad, donde se confunde el juicio moral con la inocente apariencia del juego. Sustancial en la poética rossiniana es la elección de los textos puestos en música: historias desprovistas de claroscuros psicológicos, con un ritmo dramático no predefinido, ralentizado por la presencia de arias introducidas en homenaje a la tradición del virtuosismo del canto; narraciones maltratadas por manifiestos saltos lógicos o, en cualquier caso, fuertemente desequilibradas entre los dominantes momentos estáticos y los de la acción. Amenaide y Tancredi dejan escapar la ocasión de dos largos duetos para aclarar el equívoco que los conducirá a separarse para siempre, pero ante ello nadie se escandaliza porque el encanto de su amor desesperado y romántico resida en la melancolía de su trágica incomunicabilidad. Semiramide, Arsace, Assur construyen en horas de lacerantes tensiones, marcadas por arias y duetos de desmesurada carga emotiva, la cita con la catarsis purificadora que se desarrolla en pocos compases precipitados de recitativo instrumental: el objetivo de Rossini no es el de contar una historia, sino el de hacernos partícipes de un enfrentamiento épico entre la voluntad de poder de la criatura humana, para el bien o para el mal, y las fuerzas sobrenaturales que se le oponen, que simbolizan la fatalidad del destino.
Il viaggio a Reims conoció un gran éxito en su presentación, el 19 de Junio de 1825, en el Théâtre Italien de París, y fue inmediatamente valorada por la crítica –Stendhal y Castil Blaze a la cabeza- como una de las más felices creaciones de Rossini. La ópera selló las celebraciones por la coronación del rey Carlos X de Francia, acontecida dos semanas antes en Reims, sede tradicional de la ceremonia. El rey presenció la representación con la familia, motivo por el cual no le fue posible al público, por razones de etiqueta, manifestar abiertamente el propio entusiasmo. El reparto, por calidad y cantidad sin igual en la historia de la ópera lírica, alineaba los nombres más destacados del firmamento del canto, prácticamente todas las estrellas de la ópera y del Théâtre Italien, ansiosas por rendir homenaje al nuevo dueño de su destino: Giuditta Pasta, Adelaide Schiassetti, Laure Cinti, Domenico Donzelli, Marco Bordogni, Felice Pellegrini, Vincenzo Graziani, Carlo Zucchelli y Nicolas Prosper Levasseur. A la función de aquella memorable velada le siguieron una segunda, pública, el 23 de junio y una tercera el 25.
Después, a pesar de insistentes presiones, Rossini no consintió representaciones, excepto una concedida a la Duquesa de Berry, que sin embargo no llegó a tener lugar debido a la indisposición de un protagonista, Felice Pellegrini. Una segunda excepción, con Filippo Galli en lugar de Pellegrini, tuvo mejor suerte el 12 de septiembre siguiente, pero Rossini se mantuvo inamovible en no consentir que el espectáculo pasara a la Opéra, donde habrían podido asistir más espectadores. Con esta representación Rossini dio por conclusa la historia Il viaggio a Reims, que consideraría no podía reponerse en el futuro por varias razones: antes que nada por una cuestión de elegancia de cara al soberano, destinatario de un homenaje que para ser tal debía permanecer exclusivamente suyo; además, porque la práctica de director artístico y organizador teatral le enseñaba que ningún empresario razonable habría aceptado reunir para un solo espectáculo tantos cantantes y de un nivel tan alto como para responder a la exigencia de roles compuestos para los más grandes intérpretes de la época, y por tanto llenos de dificultad; y en fin, porque dudaba que un espectáculo tan insólito en la sustancia dramática, gobernada por la necesidad de dar cabida a tantos personajes, pudiera de verdad interesar al espectador. Esta última duda fue confirmada por la definición que él mismo escribe de su puño y letra en el manuscrito de la partitura de Il viaggio: “Cantata”, a diferencia de lo que se leía en el libreto que acompañaba la representación parisina: “Dramma giocoso in un atto”, en su traducción francesa “Opéra comique en un acte”.
De hecho Rossini desmembró la partitura de Il viaggio, extrajo de ella todas las páginas que no exigían un reparto tan excepcional y que no estaban condicionadas por especiales circunstancias y, con la colaboración de Eugène Scribe, el más experto hombre de teatro de su tiempo, las trasladó a Le Comte Ory, que se convertiría en la primera ópera compuesta expresamente para París, después de la reelaboración de Le Siège de Corinthe y del Moïse et Pharaon. El manuscrito original de las partes sobrevivientes fue celosamente conservado en su colección privada, y sólo después de su muerte fue regalado por la viuda Olympe al amigo médico Vio Bonato, quizás en razón de una deuda de agradecimiento por haberlo asistido cariñosamente en los últimos años. Los 149 folios, perfectamente conservados, terminaron, por motivos no aclarados, en la biblioteca de Santa Cecilia, en Roma, donde aún se encuentran hoy día. En cambio nunca fue hallada la redacción autógrafa de las partes trasladadas al Ory, razón por la cual el trabajo de los expertos de la Fundación Rossini encargados de reconstruirlas hubieron de basarse en la edición impresa de la partitura publicada por Troupenas en 1828 (seguramente con la vigilante presencia del Maestro, amigo de los Troupenas y todavía residente en París), en las partes de orquesta y coro empleadas en la primera ejecución parisina del Ory -conservadas en la Biblioteca de la Ópera-, y en los materiales de dos pastiches, Andremo a Parigi? (1848) e Il viaggio a Vienna (1854) que, en contra de la voluntad de Rossini, fueron representados en ausencia del compositor, el primero en París en honor de los motines revolucionarios de aquel año, y el segundo en Viena con ocasión del matrimonio de Francisco José con Isabel.
A pesar de todo ello, la ridícula leyenda según la cual Rossini habría destruido la partitura de Il viaggio a Reims después de haber extrapolado las partes mejores por estar insatisfecho con el resultado, siguió circulando. El título se mantuvo vivo en la conciencia de los contemporáneos, hasta el punto de que una Ouverture apócrifa, compuesta por quién sabe quién, sobre un apunte temático proveniente de las danzas del Finale y sobre otros derivados de las danzas de Le Siège de Corinthe, conoció un éxito que se prolonga hasta nuestros días, a pesar de que está documentado que nunca fue asociada a la ópera en cuestión. Il viaggio a Reims representa el punto de llegada del rossinismo, su fulgurante metáfora, justamente por su naturaleza ambigua de ópera-no ópera, que escapa a toda definición racional.
Rossini construye un espectáculo fuera de las reglas, y al hacerlo cumple la máxima no escrita de su parábola de músico, que evita los recorridos de la verosimilitud y de la lógica. El libreto, moderadamente cómico, desarrolla con inteligencia una debilísima trama: los huéspedes de un balneario de Plombières -la posada del Giglio d’Oro (!)– provenientes de todos los lugares de Europa, quieren organizar una expedición a Reims para participar en la ceremonia de coronación del nuevo soberano de Francia, Carlos X, empujados más por el deseo de combatir el aburrimiento de la estancia termal que por la fe monárquica que comporta el estatus de nobles y ricos exponentes de la clase que cuenta. La dificultad de encontrar un medio de transporte les induce a sustituir el viaje proyectado por una Academia improvisada en el salón de la posada, en la cual cada uno se las ingenia para contribuir de modo original al homenaje real, cantando una típica melodía de su tierra de origen.
La vida de la posada se describe en una sucesión de pequeños cuadros unidos por recitativos secos, que intentan esforzadamente establecer un tejido unificador sensato, donde vienen sabrosamente esbozados los enredos amorosos nacidos en el desenfadado clima vacacional, los juegos eróticos ocasionales, las manías, los celos, las locuras de personajes emblemáticos que componen un sólido cuadro social, observado con benevolencia, pero también con inexorable, mordaz ironía. De todo ello emerge un cuadro costumbrista que, considerando el contexto, viene a constituir un homenaje discutible para un monarca circundado en la corte por personajes pertenecientes a aquel estamento. Momentos musicales brillantes y cómicos se alternan con otros que son sin duda de ópera seria. Como siempre en el mejor Rossini, las imágenes evocadas por el texto son enaltecidas por la música mucho más allá de su significado extrínseco, configurándose en preciosos aforismos de valor abstracto. Una vez más Rossini se burla de un mundo, una sociedad, una moral, y también en Il viaggio a Reims, a diferencia de Le Comte Ory, deja a un lado los venenos corrosivos y renuncia a manifiestas provocaciones subversivas. Esa misma música en Le Comte Ory sonará despectiva, dirigida contra el orden que en Il viaggio a Reims había celebrado con destacado humorismo.
Hay dos maneras de reunir una compañía capaz de interpretar esta dificilísima ópera: convocar a los mejores intérpretes rossinianos del mundo o confiarla a jóvenes dispuestos a trabajar juntos largo tiempo la partitura. Un cantante joven bien motivado podrá ser bueno o malo, pero nunca mediocre, que es la peor condición que pueda tocar en suerte a la música de Rossini. La rutina, aun refinada, mata inexorablemente el arte rossiniano; el entusiasmo de la imaginación y la alegría de la creación lo animan, incluso más allá de resultados técnicos modestos.
Alberto Zedda
Publicado originalmente en el programa del Festival de La Coruña (2002)
Traducción de Álvaro García-Ormaechea