“Creo que para todos, o por lo menos para la mayoría de los que conocimos y tuvimos la suerte de colaborar con Alberto Zedda, al evocar su imagen e intentar explicarla nos viene a los labios decir que era un niño, un niño inteligente y juguetón; sensual y risueño; flexible y resistente, como un buen junco. Es hermoso, y en cierto modo es verdad, pero es demasiado fácil. Porque el Zedda músico era también, por momentos, un sabio ancestral que poseía esa sabiduría que sólo se comprende y sólo se transmite a través de la música; un niño muy anciano enamorado de la voz humana y su más sofisticada expresión: el bel canto donde se funden en un solo prodigio la belleza y el sentimiento y que recorre con sus aladas notas pliegues y repliegues del alma humana.
Esos rincones de luces y de sombras eran los que conocía Alberto porque se los había enseñado la música y eso es lo que él explicaba y compartía cuando clavaba los ojos y levantaba los brazos delante de la orquesta, pero sobre todo, delante del cantante.
Yo le conocí con Rossini de por medio, Il Turco in Italia del Teatro de la Zarzuela y más tarde de otros teatros con un reparto extraordinario (podía llegar a ser hasta tolerante con un oboe pero nunca bajaba el listón en el momento de escoger un cantante) y él me llevó a Pésaro para que dirigiera Le Conte d’Ory con otro reparto extraordinario. En los dos casos fui feliz de verle feliz y más que nada me hizo feliz a mí.
Siempre que trabajé con Alberto estuvo de por medio Rossini. Es admirable poder ver en alguien una afinidad tan natural con un compositor. Zedda dirigía con maestría un repertorio belcantístico muy amplio, pero cuando llegaba a Rossini sonreía con sus labios y con sus ojos y más allá del profundo conocimiento establecía una empatía con el compositor que le convertían no en alguien que cuenta la música de otro, sino su propia música, y así conseguía no explicar al genio de Pesaro, sino ser su espíritu, que es mucho más difícil y sofisticado, en el fondo un don de la Naturaleza, porque era ese espíritu el que recorría la partitura y se encarnaba en cada nota de cada intérprete de un modo natural, como si el mundo sólo pudiera expresarse así. Sosteniendo esas voces diamantinas con una nube de música, con su orquesta y con gran amor, desde el podio.
Un día una soprano con mucha retranca me dijo que los directores de orquesta para un cantante se dividen en tres: los rápidos, los lentos y un reducido grupo con los cuales se podía hacer música. El maestro Zedda será sin duda recordado por multitud de cantantes que consiguieron, gracias a él, hacer música con su voz. Y esa música llegó, benéfica, a nuestros oídos y corazones, y si cerramos los ojos, también lo recordamos con inmensa gratitud.” Lluís Pasqual