Hay quien sostiene que la ópera barroca propone temas lejanos a nuestra sensibilidad actual y que el único modo de hacerla interesante para el público de nuestros días consistiría en trasladarla a sus condiciones originales, rescatando el sonido, la dicción, la gestualidad y la puesta en escena de su época, con una búsqueda de carácter filológico encaminada a la recuperación de una autenticidad perdida. Aproximar al lector al lenguaje del autor o al autor al lenguaje del lector: del dilema planteado hace ya dos siglos por el erudito Schleiermacher se elige, así, la primera posición. Es una visión historicista compartida por numerosos intelectuales. La mía es distinta: considero menos elitista y más comunicativo trasladar el lenguaje del autor al público, siempre que la traducción del mensaje tenga en cuenta irrenunciables premisas de carácter estilístico y estético, así como musicológico y filológico, que no alterar su sustancia. Aproximar, en fin, a Monteverdi al lenguaje del oyente; pero no del oyente perezoso, accostumbrato al lugar común y a la banalidad de lo obvio, sino al oyente preparado para asimilar temas diferentes de aquellos con los que convivimos cotidianamente, en los que reclamos mitológicos, hermosas metáforas, imágenes trasladadas y proyecciones poéticas sean alimento de la fantasía y de la imaginación, estímulo de sugestiones capaces de suscitar la ligereza de la felicidad, la tensión hacia lo sublime.
Una mirada al pasado nos enseña que el interés del público por el teatro barroco (aunque no el de los profesionales, naturalmente) ha nacido y se ha nutrido de elementos que nada tenían que ver con la autenticidad y la filología: baste citar las afortunadas representaciones monteverdianas realizadas por Raymond Lepard y Peter Hall en el Festival de Edimburgo, así como las creadas en Zúrich por Nikolaus Harnoncourt y Jean-Pierre Ponnelle. El éxito de aquellos espectáculos y la belleza de aquella música despertaron el interés de compositores como Berio o Henze, que elaboraron de ella libres reinterpretaciones, ocasiones de encuentro entre lo antiguo y lo moderno a través de la sensibilidad de personalidades creativas; y de directores como Jacob, Garrido, Biondi, Florio, Alessandrini y tantos otros que, partiendo de un profundo conocimiento de la materia en cuestión, así como de sus aspectos teóricos y práctico-ejecutivos, ofrecen estimulantes lecturas orientadas hacia una tercera vía en la que, sin renegar de los postulados del rigor musicológico, se tiende a expresar de modo más vivo y significativo las reproposiciones de estas obras.
Los esfuerzos por interpretar lenguajes distintos por su época y su cultura deben ser asimismo razonablemente aplicados al repertorio protobarroco. Si la praxis ejecutiva se ha interrumpido en la tradición militante, se conservan de la misma múltiples rastros en los documentos manuscritos de las bibliotecas que ayudan a llenar algunos huecos y a recuperar datos ciertos mediante los cuales reconstruir un panorama interpretativo verosímil. También aquí debemos diferenciar, dentro del patrimonio de los conocimientos transmitidos, entre aquellos que merecen ser conservados y aquellos caducos, ligados a gustos y costumbres caídos bien en desuso. Preguntas del tipo “¿instrumentos antiguos o modernos? ¿Conjuntos especializados o institucionales? ¿Directores barrocos o de repertorio?”, se encuentran mal planteadas. El ejecutante de un instrumento moderno que conozca el sonido y la técnica de emisión de su equivalente barroco, así como los principios básicos de las normas interpretativas de la época, estará en condiciones de aproximarnos a la autenticidad más que un intérprete de instrumentos originales poco motivado. Aparte de por motivos prácticos y económicos, la composición de los efectivos instrumentales durante la época de Monteverdi se veían indudablemente influenciada por los graves problemas de entonación surgidos de agrupar numerosos instrumentos que no habían sido construidos teniendo en cuenta la referencia de un diapasón compartido. La preferencia concedida a arcos y a flautas venía ciertamente determinada por su mayor ductilidad para corregir la entonación y adaptarla a las de sus otros colegas y a las de los cantantes.
El recurso a los instrumentos antiguos (sin olvidar la realidad de recostrucciones que han alterado profundamente la técnica originaria estabilizando la entonación en sentido moderno con la recepción de la regla del temperamento) favorece la búsqueda de un equilibrio y de un color idóneos para el canto de L’Incoronazione di Poppea, constantemente restringido a registros centrales y graves que limitan el volumen y las posibilidades expresivas del intérprete (el diapasón veneciano de la época de Monteverdi era más de un tono superior al actual, por lo que para aproximarse a la autenticidad filológica debería elevarse al menos un tono toda la obra), pero en sí mismo no confiere a la ejecución una autenticidad que debe hallar en otros lugares sus razones primarias. Insistir en este aspecto significa trasformar en valor primario el acompañamiento del canto, algo que para el compositor protobarroco era un elemento ornamental y secundario que había que adaptar según las circunstancias.
En situaciones camerísticas o en instalaciones de grabación mecánica en las que micrófonos hipersensibles confieren a los instrumentos una presencia y una densidad regulables artificialmente, incluso lo escasos instrumentos empleados en los teatritos venecianos del siglo XVII serían suficientes para restituir al acompañamiento de la voz el peso adecuado y a la obra el encanto que posee. La anhelada autenticidad, la reconstrucción fidedigna de un mundo sonoro que ha dejado testimonios tan escasos como contradictorios, es un objetivo que todo músico serio entregado a esta clase de investigación reconoce como imposible en su totalidad. Incluso aunque llegara a conseguirse, ¿Ayudaría verdaderamente a un público que ha estratificado otros conocimientos y que se encuentra capacitado para entender significados ínsitos en la ópera que hubieran sido imposibles de captar para el hombre del barroco; a un público que ya no se reúne en espacios íntimos de los salones principescos o de los pequeños teatros privados, sustituidos por los espacios de enormes recintos que han transformado la cálida vibración de la madera por el frío hormigón?
Según los adeptosdel historicismo, el canto barroco exigiría reglas y técnicas propias que van desde el empleo de contratenor (a lo que se recurre en la errónea convicción de hallar en él la voz perdida del castrato,voz que era “natural” y no “artificial” como la de los modernos falsetistas) hasta la búsqueda de sonidos pálidos y exangües, privados de vibrato y, por consiguiente, de expresión y volumen. El canto monteverdiano exige una altísima carga de expresión dramática y una participación emocional de extraordinaria intensidad, aunque excluya el énfasis exasperado, el efecto “plateal”, la retórica altisonante, el subrayado demasiado obvio.
Los dos manuscritos que sobreviven de L’Incoronazione di Poppea, hoy conservados en Venecia y Nápoles, constituyen el rastro de una partitura jamás escrita, y contienen únicamente las líneas de canto con su correspondiente bajo general. Sólo los ritornelli y las sinfonie agregan al bajo una realización instrumental a tres o cuatro partes, distinta en cada uno de los manuscritos, realización instrumental que es probable obra del concertador y no del compositor, en la que nunca aparece indicado el nombre del instrumento que debe ejecutarla. Necessitamos así proporcionar un ropaje instrumental al acompañamiento del canto, sintetizado en el bajo general de los manuscritos. Las transcripciones supuestamente “filológicas” de Poppea, se identifican con ejecuciones que reservan las sinfonie y los ritornelli al cuarteto de cuerdas y el acompañamiento de la voz solamente a los instrumentos del continuo, teclados y pizzicati.
Los numerosos detalles discordantes nos llevan a descartar la posibilidad de que los dos manuscritos sobrevivientes de Poppea pudieran derivar uno del otro; del mismo modo, sin embargo, sus numerosas coincidencias (aún de carácter anómalo: compases ausentes en determinadas partes o errores no atribuibles a distracciones fortuitas) prueba de modo inequívoco que ambos derivan de una fuente común, un manuscrito aún no encontrado que podría desvelar muchos de los enigmas que rodean esta obra maestra.
Distinto es también el contenido de ambos códices: el napolitano presenta numerosas páginas musicales ausentes en el veneciano. La música que falta en el manuscrito veneciano podría haber sido añadida con posterioridad a la muerte de Monteverdi, con ocasión de una reposición de la obra en Nápoles que ciertamente fue proyectada por los Febiarmonici (como asevera el libreto impreso en Nápoles en 1651) pero no tan seguramente representada. Podría ser que la versión del códice veneciano sea la reconstrucción de un texto precedente adaptado por Francesco Cavalli, quien sin duda intervino en este manuscrito, acaso para emplearlo en representaciones no identificadas de la obra. En efecto, el texto literario de las páginas napolitanas que faltan en el manuscrito veneciano figura sustancialmente idéntico en las fuentes, manuscritas e impresas, del drama de Giovanni Francesco Busenello, y aparece entre comillas en el libreto impreso con ocasión de la primera representación de la obra en Venecia, en 1643, lo que atesta que en aquella circunstancia no fue utilizado. La fuente de la que derivan los manuscritos sobrevivientes podría carecer de la transcripción instrumental de ritornelli y sinfonie. Ello explicaría por qué dicha transcripción es distinta en los manuscritos de Nápoles y Venecia, y se vería confirmada la hipótesis de que la función de aumentar instrumentos al bajo era tarea del concertador. Hay otra hipótesis posible: el códice aún no descubierto podría contener la realización instrumental de sinfonie y ritornelli del manuscrito napolitano, quizá originalmente a tres voces al igual que el veneciano, ya que la parte de las violas, sumamente esquemática y con muchos errores, podría haber sido añadida posteriormente.
En aquellos ritornelli Francesco Cavalli (¿) habría preferido reelaborar la línea del bajo para adaptarla a su propio gusto interpretativo. Ello explicaría por qué la realización de algunos ritornelli es similar —cuando no idéntica— en ambos manuscritos.
Así pues, no se trata de dos versiones autónomas de Poppea, surgidas en ocasiones específicas, incluso si quienes las han revisado (Cavalli la partitura veneciana, de la que el primer y tercer acto fueron copiados por su mujer, María, y los Febiarmonici la napolitana, una copia de biblioteca no empleada para la práctica concertística) han introducido modificaciones significativas, eliminando partes enteras, alterando la estructura de piezas cerradas, sugiriendo transportes de tonalidad, añadiendo instrumentos a ciertos pasajes vocales y componiendo una nueva conclusión para el final del dúo del Segundo Acto, entre la Dama y el Paje. Al no tratarse de versiones auténticas a las que pueda otorgarse a priori una preferencia motivada, sino de dos interpretaciones subjetivas de la misma fuente desconocida, parece legítimo, y aun aconsejable, buscar en ambas la solución musical más convincente citando en las notas del comentario crítico o a pie de página de la partitura la lectura de la fuente descartada.
Tal ha sido el criterio aplicado a la hora de establecer el texto musical de esta representación coruñesa. El códice napolitano parece más próximo al espíritu original, no sólo debido a que contiene páginas musicales que pertenecen a la historia literaria de la obra, sino también a que la concepción instrumental de ritornelli y sinfonie presenta un estilo severo y grave, esquemático y enjuto, a veces duro y disonante, coherente con las situaciones del drama, distintas de las correspondientes partes del manuscrito veneciano, gratamente brillantes y no ajenas a planteamientos popularizantes y de danza. Todos los ritornelli y sinfonie de uno y otro códice se hallan conservados en estas representaciones: puesto que cada ritornello se repite más de una vez, la realización instrumental viene tomada, alternativamente, de ambos manuscritos, llegando a constituir variantes auténticamente “secentescas”.
El encantador dúo que cierra la obra en ambos manuscritos —”Pur ti miro, pur ti godo”— carece en sus fuentes del sello de Busenello. Lorenzo Bianconi ha encontrado el texto en el Finale de la ópera Il pastor regio, del poeta y compositor Benedetto Ferrari, de la cual se conserva el libreto pero no la música. El mismo texto reaparece en una ópera de Filiberto Laurenzi, Il trionfo Della fatica, de la que tampoco se conoce otra cosa que el libreto. Podría suceder que el texto hubiera gustado tanto como para inducir a otros compositores (Francesco Sacrati, probable autor de la larga escena final de Poppea, pero también Laurenzi, Manelli, Cavalli y, por qué no, el propio Monteverdi) a revestirlo de nuevas músicas. Respalda esta hipótesis el hecho de que los versos de “Pur ti miro” ausentes en los libretos grabados en Nápoles (1651) y Venecia (1656), se hallen presentes en todas las fuentes manuscritas de la obra teatral de Busenello.
Las dudas en torno a la correcta atribución de la autoría no se refieren únicamente al dúo final: a lo largo de toda esta monumental partitura se sorprenden incongruencias de grafía que hacen pensar en modificaciones y cambios aplicados quizás también en un segundo momento, especialmente en lo que se refiere a los papeles de Otón y Octavia; la discontinuidad estilística y las evidentes diferencias en sus respectivos valores nos llevan a excluir la posibilidad de que numerosas páginas —especialmente aquellas presentes en el códice napolitano pero no en el veneciano— hubieran podido ser compuestas por Monteverdi. Más que la obra de un único genio, L’Incoronazione di Poppea aparece como el producto colectivo de una confraternidad de músicos manconumados dentro de la poética dramático-musical que Monteverdi —príncipe indiscutible—había elevado a niveles excelsos, imponiéndola al gusto de generaciones enteras, como demuestra la soberbia lectura de Francesco Cavalli, sin duda él mismo responsable de muchas paginas de la obra.
El bajo continuo de Poppea no avanza con carácter uniforme: a ratos, es claramente el bajo de un recitativo que invita a sobreponer los acordes armónicos rituales; a veces, se convierte en la voz grave de un discurso polifónico. En el primero de estos casos, los acordes del continuo no determinan una sucesión de fórmulas reconocibles, ni construyen secuencias regulares. En el segundo caso, la estructura que viene a formarse en el trazado del bajo tiende a ordenarse en simetrías organizadas, a desarrollar fórmulas que reflejan los procedimientos del pezzo chiuso; un arioso o una verdadera aria;un rondó, una canción estrófica o un dúo. La diferencia entre las secciones de bajo que esbozan un recitativo sumamente libre y aquellas que nos devuelven a la complicada estructura del pezzo chiuso invita a un distinto tratamiento instrumental: las primeras exigen una escritura fundamentalmente armónica — es decir vertical— y adaptada al teclado; por su parte, el bajo que dibuja formas organizadas sugiere desarrollos de tipo contrapuntístico – es decir horizontales-.
Los ejecutantes podrían improvisar intervenciones instrumentales o leyendo en particellas anotadas durante los numerosos ensayos concertados con el director al clave y con el violonchelo, el violón, la viola de gamba quienes, por su parte, sostenían la línea ininterrumpida del bajo mientras los instrumentos del continuo completaban el tejido armónico. En el códice napolitano de Poppea encontramos ejemplos de tales acompañamientos instrumentales: no son muchos, pero sí suficientes como para desmentir a quienes sostienen que el canto de esa obra debiera acompañarse solamente con instrumentos de bajo continuo. Suficientes también para confirmar que su proceder privilegiaba el género polifónico e imitativo, horizontal y contrapuntístico, limitado a pocos instrumentos, tal y como recomendaba el compositor y teórico Agostino Agazzari en su áureo tratado Del sonare sopra’l Basso con tutti li stromenti e dell’uso loro nel Conserto (1607).
La edición que he preparado para la BMG Ricordi (Milán, 1993), y que escucharemos esta noche, presenta una partitura modernamente rediseñada para servir de base a ejecuciones que difícilmente pueden recuperar los usos improvisados que caracterizaban las antiguas. Las partes anónimas que en el manuscrito acompañaban al bajo de ritonerlli y sinfonie han sido asignadas a instrumentos de viento y cuerda; otras han sido compuestas ex profeso para sostener el canto en episodios musicales relevantes. Un punto de referencia han sido las estructuras de los centros de producción, concertísticos y teatrales, que no quieren o no pueden recurrir a grupos especializados externos: por esta razón, la trama orquestal viene propuesta para instrumentos modernos. Ésta, sin embargo, ha sido concebida de tal modo que bastan unos pocos retoques para transferirla a instrumentos antiguos de carácter afín.
La edición propone un planteamiento diferente de los muchos ya conocidos y, a pesar de su enfoque pragmático, recurre a documentados argumentos de carácter musicológico, expuestos en el prólogo de la partitura de orquesta. El añadido de partes instrumentales, confiadas a instrumentos diferentes de aquellos que componen el usual continuo, ha sido escogida entre los descendientes directos de los antiguos, e intenta recuperar una práctica de ejecución auténtica que emerge claramente de las fuentes de Poppea y de los textos teóricos de la época. Siguiendo costumbres que se pierden en el tiempo, de las que Monteverdi ha ofrecido ejemplos admirables, los criterios que han orientado las preferencias tímbricas de la edición pueden resumirse como sigue: en las partes del recitativo, el arpa y el clave sostienen el canto en las escenas amorosas e íntimas; dos claves señalan la alternancia de los diálogos; el órgano subraya los instantes de reflexión y confiere dignidad a los personajes nobles y a los celestiales. En aquellos casos en los que el recitativo se transforma en episodios que sugieren la estructura del pezzo chiuso, he añadido al continuo instrumentos que dialogan con el canto y con el bajo obligado en leve contrapunto a tres o cuatro voces: en las escenas más briosas destacan el piccolo y la flauta; en las amorosas y tiernas, la flauta, el oboe y el corno inglés; trompetas y trombones introducen situaciones graves y solemnes, acompañan edictos y proclamas, y señalan acontecimientos sobrenaturales; las cuerdas, cuando no están ocupadas en el contrapunto solista del canto, ofrecen transparencia y estupor a los hechizos.
Al componer las partes instrumentales he intentado:
- No crear fracturas entre el flujo del recitativo acompañado por el continuo y las partes que postulan la forma cerrada, a fin de evitar una alternancia mecánica entre canto y recitativo.
- No determinar discordancias estilísticas entre las numerosas páginas del XVI (sinfonie, ritornelli, coros y pasajes vocales acompañados por instrumentos) y mis intervenciones.
- Procurar que el texto cantado resulte perceptible en todo momento, interponiendo entre el canto y el bajo un transparente velo de sonoridad cuyo carácter improvisatorio no perjudique la necesaria libertad expresiva del recitado.
Con esta edición he tratado de preparar nada más que una buena realización del bajo continuo, conducida con criterios en parte distintos de aquellos en uso, al alcance de ejecutantes no necesariamente especializados, elaborada según principios musicológicamente correctos y adaptada a las dimensiones de un teatro de ópera tradicional. En estas funciones he introducido bastantes cortes: sin exagerar, para no correr el riesgo de que, al eliminar las secciones “ligeras” y “desenfadadas” del texto para conservar sus partes más apetecibles y significativas, el denso discurso musical llegue a quedar privado de momentos de distensión. He mantenido inalterado el recorrido tonal original, renunciando a transposiciones que ciertamente habrían contribuido a cantantes sometidos a tesituras incómodas, con objeto de conservar la fascinación del equilibrio tonal, otro de los milagros de una obra maestra que nos anticipa todos los temas del teatro musical del futuro.
Alberto Zedda