Sierra

Cuando se habla de Alberto Zedda (Milán, 2 de Enero de 1928 – Pesaro, 6 de Marzo de 2017), viene inmediatamente a la mente la figura de Gioacchino Rossini. No en vano, el Maestro Zedda ha protagonizado en ese sentido una de las operaciones de restitución cultural más importantes del último siglo: la recuperación de las óperas serias de Rossini (que representan dos tercios de su obra y estuvieron completamente olvidadas durante más de 100 años), y la edición crítica de la opera omnia del genio pesarés, de la que es precursor fundamental. La creación del Festival Rossini de Pesaro, la dirección de la “Accademia Rossiniana”… Podemos afirmar categóricamente que Alberto Zedda ha sido el gran embajador de Rossini en tiempos modernos, y que sin su intervención capital, Rossini hubiese quedado para la historia como el simpático bon vivand compositor de operas “buffas” que fue en el imaginario popular, hasta que un joven Zedda empezó a sentir curiosidad por él, allá por los años 50 del pasado siglo. Durante 60 años de trabajo, Zedda ha logrado devolver al mundo el espesor intelectual y la dimensión real de un compositor que fue el auténtico “astro mayor” de su tiempo, y que resulta profundo y vanguardista como pocos en su concepción teatral y musical. Por todo ello, es normal que el binomio Rossini-Zedda quede ligado para siempre, y se recuerde su vínculo indisoluble como una de las intervenciones musicológicas más importantes de la historia.
Pero Alberto Zedda es mucho más que Rossini. En su “tetravalencia” de director de orquesta, musicólogo, docente y director artístico, podemos afirmar que, a nivel mundial, es un auténtico coloso cultural de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del XXI. No ha habido otro personaje que haya reunido estas 4 facetas, y que en todas ellas se haya desempeñado al mayor nivel. No muchos saben que el Maestro dirigió casi 100 títulos operísticos no rossinianos (casi todo el repertorio italiano, francés y alemán, además de ópera barroca, ópera contemporánea…) en los teatros más importantes del mundo, y que su repertorio sinfónico era tan grande como el operístico y estaba jalonado por hitos increíbles (el estreno de la 1ª Sinfonía de Bruckner en Italia, por citar un ejemplo). Como musicólogo, su “reino” se extendía mucho más allá de las fronteras rossinianas: estudió y editó con dedicación a Händel, Vivaldi, Cavalli, Monteverdi… ejemplo vívido de esta faceta es su extraordinaria orquestación de “L’ Incoronazione di Poppea”, que se estrenó en el Teatro alla Scala de Milán en los años 90, y que supone una muestra magistral de su capacidad creativa, instrumentando la obra maestra de Monteverdi con inviolable amor por el texto y el hecho teatral, fuera de cualquier convención o compromiso pseudo-historicista.
Como docente, ha dejado un legado de incalculable valor a docenas, cientos de musicólogos, cantantes y directores jóvenes, que hemos aprendido a mirar la música de una manera moderna y poliédrica gracias a la constante inspiración que nos ha supuesto su magisterio. En Pesaro fundó su “Accademia Rossiniana” hace más de 20 años, donde edición tras edición ha venido formando a un considerable porcentaje de los intérpretes que hoy copan los escenarios más importantes del mundo. En el Palau de les Arts de Valencia fue entre 2009 y 2011 el primer director artístico del Centre de Perfeccionament “Plácido Domingo”, donde tuve el honor de ser su colaborador más estrecho. Desde 2012, acudía cada año a su cita en Madrid con el OperaStudio de la Universidad de Alcalá de Henares, donde impartió su última Masterclass el pasado Enero. En los últimos años había emprendido también una fructífera actividad docente en La Coruña, ciudad donde residía con su esposa, la brillante profesional de la producción y la dirección artística Cristina Vázquez. A ella debemos agradecerle la asidua presencia que el Maestro tuvo en las últimas décadas en el panorama musical español.
En su faceta de director artístico, baste resaltar que estuvo al frente del Teatro alla Scala de Milán entre 1992 y 1995, y que tras fundar el Rossini Opera Festival de Pesaro en 1980, lo dirigió durante casi toda su existencia, convirtiéndolo en un evento de prestigio mundial y atrayendo a miles de espectadores de todos los rincones del orbe, llevando a Pesaro a ser considerado como el “Bayreuth italiano”.

Lo más extraordinario era cómo el Maestro era capaz de enriquecer cada uno de sus ámbitos profesionales con la experiencia en sus otras facetas. Como director de orquesta, se aproximó a la partitura con un rigor musicológico y una pura conciencia estilística al alcance de muy pocos, y gracias a su experiencia como docente tuvo la capacidad de comunicarse de manera culta y a la vez cercana con orquestas, solistas y cantantes. Ningún musicólogo plasmó como él la necesidad de una praxis interpretativa moderna en su trabajo; sólo bajo su experta mirada de director, podían gestarse ediciones que, no sólo supusieran la restitución de las intenciones originales del autor, sino una valiosísima guía interpretativa para el músico de hoy. En cuanto a su actividad docente, no sólo engrandecía su magisterio con la experiencia de más de medio siglo de carrera sobre el podio, sino con todo el conocimiento histórico-musicológico que le procuraba haber estado durante décadas más cerca que nadie de los manuscritos de Rossini, Bellini, Donizetti, Verdi, Puccini… Y como director artístico, nadie como él ha reunido el talento de un intérprete reconocido mundialmente con el rigor que le hizo ser padre de la musicología moderna. Nadie como él ha tenido la sabiduría y la intuición necesarias para dar la primera oportunidad a docenas de interpretes jóvenes que hoy día realizan carreras mundiales (La lista es apabullante, basta citar algunos: Juan Diego Flórez, Olga Peretyatko, Marina Rebeka, José Manuel Zapata, Maxim Mironov, Mariola Cantarero, Marianna Pizzolato…). Y en unos tiempos difíciles para la música y los teatros, en los que desde las direcciones artísticas se habla de la importancia capital que tiene “educar al público” y atraer nuevos espectadores, el Maestro Zedda fue capaz de llevar hasta un festival de nueva creación a personas de todo el globo, y logró que la audiencia llegase a experimentar auténtica devoción por más de 20 títulos rossinianos que llevaban sin interpretarse más de un siglo.
Todo esto hace de Alberto Zedda un personaje incomparable e irrepetible. A lo largo de su trayectoria recibió doctorados Honoris Causa, premios internacionales, condecoraciones… Infinidad de reconocimientos ante los que el Maestro siempre mantuvo intacta su humildad, su conciencia social y su sentido de la justicia. Contemplaba cada nuevo día con la curiosidad de un niño y la pasión de un espíritu imparable y vital, que se veía reflejada sobre todo en sus ojos: de un color azul intenso, su mirada era la de un intelectual de talla mundial, la de un hombre capaz de desafiar al mundo con su pensamiento… Y también la de un hombre de finísimo sentido del humor y elegante ironía. Pero sobre todo, la de un ser humano excepcional. Me vienen a la mente sus palabras en una entrevista que concedió en Japón al Yomiuri Shimbun hace unos años:
“La estrella polar que guía mis pasos se halla en una constelación de palabras y conceptos sencillos: mucha energía vital, producida y alimentada por libertad, erotismo, curiosidad, interés, fantasía, búsqueda, sueño, utopía, diálogo, amor, tolerancia, trascendencia, pasión. Las palabras que he eliminado de mi vocabulario son: pereza, convencionalismo, mediocridad, rutina, violencia, fanatismo, cansancio, renuncia, servilismo. Tres son los principios en los que me apoyo: hacer frente a los interrogantes de la vida, desde lo más infinitamente pequeño a lo insondable, con el empeño del filósofo y, al mismo tiempo, con la inocencia y la positividad del niño; transformar el trabajo que hay que hacer en un divertido juego, en una aventura entusiasmante: hacer de un deber y de una obligación una opción libre, fuente de júbilo y de serenidad. La receta para no envejecer: llegados a la conclusión de que no hay esperanza de un mundo mejor (y asumido por tanto el desmoronamiento de las generosas ilusiones de juventud), seguir luchando igualmente por cambiarlo, desafiando la inutilidad del sacrificio.”
Restaría sólo hablar de mi relación profesional y personal con el Maestro, aunque para explicar lo que fueron 14 años de encuentro de arte y vida, un libro sería quizá continente más adecuado que un artículo… Diré sólo que el Zedda musicólogo fue mi nexo más valioso y directo con los compositores del pasado y con su música, y el Zedda intérprete fue mi más visionario puente hacia el futuro: la modernidad de su mirada interpretativa es tan poderosa que para mí es obligado vivir aspirando a alcanzarla. El Zedda docente fue conmigo exigente profesor y generoso didacta, con quien tuve el privilegio de compartir innumerables conversaciones, en las que respondía infatigablemente a la avalancha de mis preguntas (ahora me doy cuenta de que fueron pocas…). El Zedda director artístico fue el hombre que confió en mí desde el principio, y que me abrió las puertas de mi profesión al darme la extraordinaria oportunidad de dirigir “Il Viaggio a Reims” de la Accademia Rossiniana en el ROF 2006. Sabio y lucidísimo consejero, le gustaba estar puntualmente informado de mi actividad, y su opinión siempre resultó para mí fundamental y decisiva, hasta la última conversación telefónica que mantuvimos, a principios de Febrero.
Y luego está Alberto. Alberto era mi amigo, mi amigo del alma. Uno de los mejores amigos que he tenido y que tendré nunca. ¿Y saben qué? Alberto era el más joven de mis amigos. Si le conocieron, me entenderán.

José Miguel Pérez-Sierra, DIRECTOR DE ORQUESTA

Artículo publicado en la revista Ritmo en marzo 2017

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